
Hace casi 50 años, durante una época en la que Internet era prácticamente inexistente y la geopolítica estaba dominada por la tensión de la Guerra Fría, surgió un acontecimiento que debió encender las alarmas en la sociedad. Este fue el contexto inicial que luego evolucionaría con las redes: utilizar información pública y accesible para crear armas. Sin embargo, había un matiz inusual en esto, ya que la información se usaba para idear la construcción de una bomba atómica desde la comodidad del hogar.
Cómo convertirse en una figura legendaria. En 1977, un estudiante poco conocido de la Universidad de Princeton sorprendió al mundo entero (y al FBI) al presentar un proyecto académico titulado «Cómo construir su propia bomba atómica», donde detallaba los pasos necesarios para fabricar un arma nuclear funcional. Este hecho inusitado capturó la atención tanto de educadores como de investigadores.
El autor de esta sorprendente propuesta, John Aristotle Phillips, un joven de apenas 21 años originario de Connecticut, era hijo de inmigrantes griegos. Aunque tuvo problemas académicos recurrentes y no cuidó su promedio, se hizo conocido más por su peculiar participación en la dinámica estudiantil y su disfraz de mascota durante los juegos de fútbol que por sus logros en el aula. No obstante, su transformación en figura internacional se debió a una combinación de su intensa obsesión por la física, su obstinación y una notable habilidad para recopilar información, todo impulsado por el deseo de impresionar a uno de sus maestros más destacados.
El desafío académico. Phillips se enfrentó a un desafío propuesto por el renombrado físico Freeman Dyson, quien había trabajado en proyectos complejos en la Universidad de Princeton, incluidos los desarrollos dentro del Proyecto Manhattan. Dyson planteó a sus alumnos una tarea relacionada con la propagación nuclear, y Phillips, consciente de su desempeño académico irregular, decidió aprovechar la oportunidad para sobresalir con una propuesta provocativa que implicaba diseñar una bomba semejante a las utilizadas en Nagasaki, utilizando únicamente fuentes de información pública. Dyson recibió esta propuesta con humor y prometió una calificación sobresaliente si tenía éxito, aunque a su vez aseguró que quemaría el trabajo después de leerlo.
Una obsesión incansable. Durante una semana, Phillips trabajó incansablemente, balanceando su tiempo entre la biblioteca de Princeton y su habitación. Se sumergió en una variedad de documentos, incluyendo publicaciones del Servicio Nacional de Información Técnica, libros de texto de Física, comunicaciones gubernamentales, y consultas con la Compañía Du Pont sobre principios de implosión. A pesar de no utilizar ninguna fuente clasificada, logró compilar un trabajo de más de 40 páginas que explicaba los procedimientos necesarios para construir una bomba atómica. Al finalizar, entregó su trabajo y recibió la nota máxima, y muy lejos de ser destruido como se había prometido, su proyecto comenzó a circular de boca en boca, capturando la atención de físicos e investigadores.
La celebración de una nueva fama. La difusión de su trabajo llevó a que expertos, como el físico especializado en tecnología nuclear Frank Chilton, comentaran que el diseño de Phillips era técnicamente viable, señalando que el único obstáculo para su realización era el acceso al plutonio. La noticia se propagó rápidamente por los medios, llevando al joven estudiante a convertirse en «The A-Bomb Kid», una figura emblemática que encarnaba tanto el talento inesperado como los peligros implicados en la difusión irrestricta de información en la era nuclear. Su fama alcanzó un nuevo nivel cuando varios supuestos científicos de Pakistán se acercaron a Phillips para ofrecerle dinero a cambio de su trabajo, lo que llevó al FBI a intervenir rápidamente, clasificando su proyecto y el modelo construido por el estudiante como material confidencial.
Un legado controvertido. En 1979, Phillips, junto con David Michaelis, escribió un libro titulado «Pilz, la verdadera historia del niño de la bomba A», donde compartió su experiencia y el inusual camino a la fama que había seguido. En sus reflexiones sobre su fenómeno mediático, se mostró renuente a seguir una carrera en el ámbito académico o científico. Con el tiempo, su creciente conciencia sobre los riesgos relacionados con la proliferación nuclear lo condujo a convertirse en un activista antinuclear, dedicándose a advertir sobre cuán fácilmente ciertos conocimientos podían caer en manos equivocadas.
A lo largo de una trayectoria inesperada, su interés finalmente lo llevó al ámbito de la política. Los años 1980 y 1982 lo vieron postularse como candidato demócrata para el Congreso de los Estados Unidos, aunque no logró salir airoso en ninguna de esas contiendas. La realidad era que su potencial nunca volvió a alcanzar la notoriedad que tuvo con su proyecto universitario.
Una advertencia pertinente en la actualidad. La historia de Phillips resulta increíblemente relevante hoy en día, en un mundo que se siente más caótico que nunca. El caso de Aristóteles marca un precedente inquietante: un estudiante que, sin acceso a materiales clasificados, logró diseñar un artefacto nuclear real utilizando únicamente fuentes de información pública. Esta realidad resuena en un contexto global donde el acceso a la tecnología ha aumentado exponencialmente, y su historia es frecuentemente citada en debates sobre la seguridad de la información, la educación científica y las fronteras del conocimiento ético. Aunque nunca construyó la bomba, su trabajo evidenció que el verdadero peligro no siempre proviene de agentes secretos o gobiernos hostiles, sino también de mentes curiosas que tienen tiempo, acceso a bibliotecas… y una máquina de escribir.
Irónicamente, hoy en día, esas tres cosas son más accesibles que nunca.
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